El sol que ilumina el mundo

En uno de esos templos, el de Soleb, en Nubia, Amenhotep III se autoproclamó «el sol que ilumina todos los países», identificándose así con el sol y asumiendo una condición divina. Es probable que detrás de esta autodivinización estuviera el enfrentamiento que mantenía el faraón con el poderoso clero que organizaba el culto a Amón en Tebas, la capital de Egipto. El mismo conflicto explicaría que el faraón trasladase su palacio a Malkata, en la orilla occidental del Nilo, a cierta distancia de la capital, y que situara su tumba en un solitario y alejado uadi (el cauce seco de un río), al oeste del Valle de los Reyes.

El hijo y sucesor del rey, Amenhotep IV (el futuro Akhenatón), llevó esta pugna con el clero de Amón a su máxima expresión, hasta el punto de maquinar toda una teoría, más política que religiosa, para acabar con el tradicional culto a Amón y sustituirlo por un nuevo sistema religioso centrado en el disco solar Atón. Curiosamente, y a pesar de esta afinidad de pensamiento, parece que la relación entre padre e hijo no fue muy estrecha.

Amenhotep IV pasó su adolescencia en varios países del Próximo Oriente y Mesopotamia, se dice que en viajes de estudio, y no aparece representado junto a su padre ni en bajorrelieves ni en estatuas. De hecho, algunos autores sugieren que fue durante sus viajes de juventud por Asia cuando el príncipe se reafirmó en el culto solar desarrollado por su padre. Al ver que en todos los lugares se celebraba al sol que da vida, un sol único y brillante que muestra su fuerza en el cénit del cielo, comprendió que el Atón podía servir como una representación simple de la divinidad que todos pudieran entender, a diferencia de las múltiples encarnaciones del sol que se usaban en Egipto y que nadie entendía fuera.

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