Imaginemos que estamos a bordo de un barco de esclavos, como uno más de trescientos cautivos pertenecientes a entre quince y veinte grupos culturales e idiomáticos distintos. Han sido capturados en una guerra –una guerra con el fin de apoderarse de hombres, mujeres y niños–, o bien secuestrados por bandidos africanos, aliados con los esclavistas europeos, que obligan a los cautivos a caminar hasta la costa en caravanas humanas llamadas coffles, y que a veces recorren entre 300 y 700 kilómetros para llegar a su destino.

Un número importante de prisioneros muere por el camino. Los supervivientes que llegan a la costa han sido desnudados para que los capitanes y médicos de los barcos los sometan a humillantes inspecciones físicas, revisándoles los dientes y estrujándoles los músculos como si estuvieran en un mercado de ganado. Los adquiridos por el capitán son subidos a bordo y hacinados en la cubierta inferior. Allí permanecerán entre tres y seis meses, hasta que el barco de esclavos complete su cargamento.

Cuando el navío iza el ancla y se aleja de la costa, un sonoro quejido asciende desde la parte inferior, mientras los cautivos se alejan de la única tierra que han conocido. Las mujeres entonan tristes canciones recordando sus familias y sus vidas en África, en un intento por conservar su identidad. El capitán azota a quienes se atreven a recordar.

Hacinados

La realidad humana del barco de esclavos se entiende mejor al estudiar la imagen de uno de ellos, el Brooks, que realizó más de una docena de viajes esclavistas entre 1775 y 1804, zarpando de Liverpool. Los abolicionistas subieron a bordo y tomaron medidas para crear un esquema preciso y realista del barco de esclavos… y revelar todos sus horrores.

El navío, que medía más de 30 metros de largo y 7,4 metros de ancho, se mostraba como si contuviera 482 hombres, mujeres y niños, el número máximo de personas que podía cargar tras la aprobación de la «humanitaria» ley Dolben en Gran Bretaña, en 1788, que limitaba el hacinamiento en estos barcos. En viajes anteriores, el Brooks había transportado a 609, 638 y 740 personas (esta última cifra suponía 258 más de las incluidas en esa imagen que aparece más abajo con el título "Tragedia y abolición"). Pero ¿en qué condiciones viajaban?

La cubierta inferior estaba ampliada con una plataforma construida para incrementar el número de esclavos transportados. La distancia entre cubiertas era de 1,75 metros, por lo que algunas personas no se podían poner de pie. La distancia entre la cubierta y la plataforma era de unos 80 centímetros, lo que significaba que quienes iban allí ni siquiera podían estar sentados. En aquel espacio pasaban 16 horas diarias, y todo el día si hacía mal tiempo. Los vaivenes del barco lanzaban los cuerpos de un lado para otro, provocando heridas en codos, caderas y rodillas.

El hacinamiento afectaba a la capacidad humana de respirar. El oxígeno escaseaba. Algunos morían de asfixia.

En ocasiones, hombres y mujeres cautivos se sujetaban a los barrotes de la escotilla y se izaban para respirar un poco de aire fresco. El capitán los hacía bajar de inmediato con el látigo, asegurando que bloqueaban la entrada de aire para los demás.

En Charleston (Carolina del Sur), uno de los grandes puertos esclavistas de Estados Unidos, decían que, cuando soplaba viento del Atlántico, cualquiera en el muelle podía oler un barco de esclavos antes de verlo. Estos navíos eran célebres por su hedor, que el hacinamiento multiplicaba y que tenía múltiples orígenes: la fuerte sudoración provocada al navegar por los trópicos, los vómitos por los mareos u otras enfermedades más letales, las tinas que los cautivos debían emplear para satisfacer sus necesidades fisiológicas (y que a veces se volcaban) y el olor acre que el cuerpo desprende cuando es sometido a situaciones terroríficas.

Los quejidos de los agonizantes eran un sonido común en un barco de esclavos, donde los cautivos perdían la vida en cantidades alarmantes. La media de muertes en toda la historia del tráfico de esclavos fue del doce por ciento, lo que significaba que prácticamente moría una de cada ocho personas. En muchos viajes, la media de muertes era mucho más elevada, entre el cincuenta y el ochenta por ciento. Eran «daños colaterales» que los comerciantes toleraban de buena gana, pues los beneficios obtenidos con la venta de los supervivientes eran enormes.

Miedo a bordo

El capitán del barco de esclavos presidía el viaje en estas condiciones terribles, sometiendo a los esclavos mediante un régimen de terror calculado. Su herramienta principal era el látigo de nueve colas, el instrumento de autoridad definitivo a bordo del navío. Tenía nueve colas de cuero con nudos en la punta para lacerar la carne. Algunos capitanes trenzaban hilo metálico entre las colas para aumentar su capacidad de corte.

Otros artefactos empleados en los barcos de esclavos eran las esposas, los grilletes, las cadenas y los candados, los arreos del cautiverio (ver más abajo "Objetos infames"). El abolicionista Thomas Clarkson rebuscó en las tiendas portuarias de Liverpool en la década de 1790 para adquirir esos artículos y los mostró en uno de sus libros. Los capitanes esclavistas engrilletaban y encadenaban a los hombres por las muñecas y los tobillos para restringir su movimiento y capacidad de resistir (las mujeres y los niños no solían ir esposados, excepto cuando mostraban resistencia). En consecuencia, los hombres debían coordinar todos sus movimientos para que el metal no les pellizcase la carne. El libro de Clarkson también mostraba un par de empulgueras, usadas tras un motín para torturar a los rebeldes rompiéndoles el pulgar.

Posiblemente, el speculum oris era la más macabra de sus herramientas. Se introducía por la fuerza en el cuello de los que se negaban a comer, para evitar que la huelga de hambre pusiera en peligro la mercancía humana del comerciante y el capitán. Girando la llave, el capitán abría la garganta para poder verter gachas por ella.

Otras formas de resistencia se reprimían con castigos extremadamente violentos. Tras una rebelión fallida, el capitán subía a los esclavos a la cubierta principal y torturaba a los líderes del motín, azotándolos con el látigo y amputándoles partes del cuerpo, con lo que enviaba un mensaje claro: «Esto es lo que os pasará si oponéis resistencia». Aterrorizaba a los esclavos para reducir su resistencia y mantener el control de aquel entorno explosivo.

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